Comentario
Muy poco después del conflicto reseñado, tuvo lugar una de las manifestaciones antiacadémicas más significativas de todo el siglo. Se trata de la polémica protagonizada por el pintor y escritor José Galofre y Coma, cuyas airadas diatribas llevaron a plantear el tema de la vigencia de las instituciones académicas en el Parlamento. Este autor, cuya formación se operó principalmente en Roma, fue uno de los seguidores catalanes del nazarenismo, influencia que pudo sufrir en Italia o, incluso, en Alemania. En sus textos se deja traslucir esta influencia de forma expresa, incluso con el elogio de Overbeck y Cornelius, los cuales "se pusieron al frente del movimiento artístico alemán, persuadidos de que, para hacer que renaciesen en su país las artes, como habían renacido en Italia en el siglo xv, era preciso desembarazarse del yugo de las Academias, proclamando el principio de libertad y protección, libertad en la enseñanza, protección en las obras".
Su principal obra teórica supone una auténtica declaración de principios en cuanto a su militancia antiacadémica. Se trata de "El artista en Italia y demás países de Europa" (publicado en España en 1851, aunque redactado en Italia antes de 1849); que, paradójicamente, fue editado con la protección de la de San Fernando. El fustigamiento de estas corporaciones se llevó a cabo de forma especial en su capítulo XVII, titulado significativamente "Necesidad de reformar las academias de Bellas Artes" y fue posteriormente completado por medio de una larguísima serie de artículos de prensa -treinta y dos, según él mismo confiesa-, aunque con relativa frecuencia publicó el mismo artículo en distintas revistas, con lo que el número total de originales no es tan elevado.
La observación de determinados conceptos que Galofre considera inherentes a la creación artística resulta enormemente significativa para comprender su beligerante actitud en contra de estas instituciones: "libertad y soltura de fantasía, necesidad de reformas, sentimiento, libertad y pureza en la creación", críticas a la enseñanza con receta, etcétera, no son sino muestras de que una diferente sensibilidad en torno al tema de la pedadogía artística -asunto éste tan grato a los nazarenos-, que necesariamente tenían que chocar frontalmente con las instituciones oficiales. Ninguna de las admiradas escuelas nacionales ha sido consecuencia de la docencia académica, sino de un espíritu de libre creación. Por ello constituyen un permanente ejemplo intemporal para cualquier artista de cualquier época.
Muchos y muy profundos son los inconvenientes para la formación del artista que Galofre observa en las academias de su tiempo, aunque casi todos podrían condensarse en la crítica de un único y fundamental inconveniente: la concepción incorporada por Antonio Rafael Mengs en el siglo anterior del bello ideal o de la belleza única. Esta particular concepción de la creación artística -vigente todavía en instancias oficiales- determinó de tal manera la pedagogía académica que condicionó sensiblemente todo el proceso creativo de la primera mitad del siglo XIX. Galofre criticó sus consecuencias más funestas. El problema, pues, más importante planteado es el de la capacidad de los centros académicos para la formación de nuevos artistas. Tanto las propuestas de Galofre en este sentido como el tono de las mismas se produjeron en unos términos inasumibles para las academias. En la práctica negaba a la educación impartida en estos centros la capacidad de formar artistas y, consecuentemente, proponía restringir su ámbito al de los artesanos, para los cuales sí consideraba conveniente la mera reproducción mecánica e irreflexiva de objetos.
Con todo ello, Galofre cierra un ciclo histórico que abarca toda la andadura del academicismo español. Tal y como ha expuesto el capítulo del academicismo del siglo XVII, las academias se crearon como centros pensados exclusivamente por y para los artistas, sin que la presencia de otros colectivos alterase sustancialmente su existencia. El siglo XVIII modificó este modelo, al considerar socialmente injustificable la existencia de una institución pagada por el real erario que beneficiase exclusivamente a un solo colectivo laboral: los artistas, por lo que obligó a la introducción en su seno de otras profesiones como los artesanos, ingenieros, agrimensores y otros. Galofre concluyó este proceso histórico considerando que las academias presentaban algunas aberraciones pedagógicas que invalidaban su capacidad docente. Preferentemente critica la imposibilidad de los alumnos de escoger a sus profesores -funesta consecuencia del concepto docente del bello ideal-; la desproporción observada entre la inversión económica y la rentabilidad artística; la falta de criterio en lo que se refiere a la política de conservación del patrimonio histórico-artístico, etcétera.
Para la formación de un auténtico artista no es necesario un título oficial o un burocratizado programa de aprendizaje. Para ello es preciso el contacto personal con diversas sensibilidades artísticas -tal y como habían propugnado Goya y Villanueva el siglo anterior-, que permita la libre elección de los maestros y el libre desarrollo de la sensibilidad artística. Su descripción de una academia ideal está muy próximo a los modelos del renacimiento italiano, es decir, un centro en "que se enseñasen a un reducido número de jóvenes, que por talento y genio y por contar con algunos medios para seguir estudiando, ofreciesen la posibilidad de ser buenos artistas, y tuviesen una educación más atendida y genuina, recibiéndolos en su trato y en su particular taller, haciéndolos por la noche estudiar el natural y el yeso de la Academia, la cual, además de estos estudios, fuese un centro de conversación artística donde los profesores, discípulos y aficionados y toda persona ilustrada tuviese acceso y entrada". Estas propuestas provocaron tal auténtico revuelo que llegaron a discutirse en el Parlamento.
Provocó también airadas respuestas de personajes especialmente significados como Federico de Madrazo, quien en 1855 publicó un folleto en el que contestaba las propuestas de Galofre en términos de cierta violencia. La polémica fue también seguida por otros individuos de menor talla, que con mayor o menor fortuna pretendieron contestar las propuestas de Galofre, hasta que progresivamente la polémica fue perdiendo interés. Sin embargo, hay que considerar que este debate contiene en esencia todo el contenido doctrinal de la crítica antiacadémica posterior. Ello hace de su autor, José Galofre y Coma, un elemento de radical importancia en la historia del academicismo español.
Muy poco es lo que se puede decir sobre las academias españolas correspondiente al final del siglo XIX y el siglo XX. Todavía continúa latente parte de los prejuicios antiacadémicos que provocó su hegemonía, lo cual justifica el desinterés manifestado por los investigadores hacia la historia reciente de estos centros. El primer golpe de auténtica importancia para esta institución fue la desmembración en 1844 de su sección de arquitectura -la más importante de todas ellas- con la creación en dicha fecha de la Escuela Superior de Arquitectura. Posteriormente, la aparición de otras instituciones con fines y medios más adecuados al espíritu de su tiempo, como la Institución Libre de Enseñanza, creada en 1876, o la Junta de Ampliación de Estudios, a partir de 1907, fueron deteriorando la autoridad de las academias artísticas.
Aunque no fueron creados con una intencionalidad exclusivamente artística, estos nuevos centros incluían en sus programas una fuerte atención a los estudios histórico-artísticos, sirviendo de puente a la época actual, donde el mercado artístico y los medios de masas -reguladores de la producción artística- ignoran por completo la obsoleta autoridad de la Academia como elemento configurador del gusto y la pedagogía artística.